Francia - XII
Lady María Teresa de Tubal se
levantaba todas las mañanas muy temprano y se dirigía al altar que tenía en la
sala de su mansión, para rezar todas las plegarias que desde pequeña su madre
le había instruido, su marido roncaba en la habitación contigua, quería a su marido, es muy posible que así
haya sido, pero era claro que no estaba enamorada de él, era más que todo una
costumbre que se había arraigado en lo profundo de su alma, ya por veinte años;
ser la esposa sumisa y obediente como lo dictaba su Santidad, cumplir con las
funciones que su rol demandaba, no había más nada en su vida, sino solo tal vez
el vago recuerdo de Philip, el sobrino del amigo del canciller de su Majestad,
hace más de veinte años, cuando llego todo escuálido hasta la casa de sus
padres, usando pantalones cortos y dejando claro que no había comido
decentemente los últimos días, había escuchado a los adultos hablar en ese
entonces que Philip, había quedado huérfano y seria educado en el monasterio donde
su tío Juan Mateo era monje.
Teresa sintió un cosquilleo
en el corazón, o mariposas comiéndole por dentro, había algo en sus ojos
marrones claro que le atraía, quería acercarse pero tenía terminantemente
prohibido entrar a la sala sin ser llamada, así que espero en la puerta que
daba a la cocina, hasta que su madre reparo la mirada en el chico que estaba
haciendo esfuerzos por no caerse sobre la alfombra de la casa y llamo a Teresa
para que lo condujera a la cocina y le
sirviera un poco de sopa de las sobras de ayer.
Y Teresa lo miraba mientras él
tomaba sorbo a sorbo la sopa, Teresa había encontrado algo en él, en la forma
en que movía sus pestañas, o como masticaba las zanahorias de la sopa, quiso
hablarle, pero tampoco se le daba bien la sociabilización, es más, quiso recordar
la última vez que le había hablado a un desconocido y no pudo recordar nada, y
es que a ella nunca se le permitía hablar en las reuniones.
-Me llamo Teresa – aventuro ella – y vivo acá.
-Philip – respondió él –
Mirándola solo de soslayo,
pues también aparte del hambre que cada vez se iba apaciguando, el estómago
empezaba a dolerle, veía a la muchacha de cabello negro lacio con un vestido
ajustado que dejaba a flote sus senos bien proporcionados, no es que la vista
se le desviara demasiado a ese lado del cuerpo de ella, pero la forma en que le
hablaba, tenía un acento francés muy fino, y le gustaba, le gustaba que ella
hablara aunque no había dicho más que cinco palabras.
Al pasar las semanas Teresa y
Philip, se hicieron un poco más cercanos, cabe mencionar que Teresa solo lo
veía cuando iba los domingos a misa o a confesarse un día o más de dos a la semana, aunque no tuviera más que decirle al
párroco que aquel día había estado tentada a levantarle la voz a madre o padre,
sus ofensas eran nimiedades para el párroco que se los hizo saber a sus padres,
no pocos días después, y ellos entendiendo de sobra que los motivos de Teresa
para acudir frecuentemente a la Iglesia eran para encontrase con Philip,
decidieron solucionarlo cuanto antes, así que un buen día lluvioso le
anunciaron a Teresa de catorce años de edad, que dentro de un mes se casaría
con el Conde de Tubal de veintisiete años de edad.
Teresa lloro hasta que se quedó
sin ninguna lágrima y cada sollozo le desgarraba poco a poco la garganta, había
visto anteriormente al conde de Tubal y siempre le había parecido un adulto
serio y cascarrabias y no en menos de treinta días ese hombre se convertiría en
su esposo. Teresa por supuesto que pensó y hasta escribió las razones por las
que no quería casarse con el conde de Tubal, las enumero todas y hasta practico
el tono de voz con que haría conocer sus razonamientos a sus padres, pero no se
atrevió.
Philip estuvo ahí en el servicio
de su boda y la vio ser entregada a otro hombre y había soñado cada noche que sería a él. Él y
no ese hombre viejo y amargado.
Teresa no supo hasta días
después cuando no encontró un domingo a Philip en la Iglesia que él había partido
a Roma a una misión especial, solo eso le dijeron y tampoco pudo averiguar más porque estaba tomada del brazo de su
esposo y sabia de sobra que no debía interesarse ya nunca más en la vida de
algún otro hombre que no fuera su esposo.
Teresa quedo embarazada y en
las labores de madre poco a poco fueron quitándole tristeza a su corazón y añadiendo
quehaceres más a su vida diaria.
En su corazón y en su rostro
con algunas arrugas ya había olvidado los sentimientos que alguna vez un
muchacho enclenque le habían inspirado,
sus hijos se habían casado ya ambos y ahora la casa estaba vacía, y
sobre su clavícula descansaba la cruz del Señor y sobre su alma cargaba con el
peso que amigos y familiares habían depositado sobre ella.
Era una tarde del año 1307 en
que los de La Orden de los Pobres Caballeros de Cristo o más conocidos como los
Caballeros Templarios acusados fielmente de herejía surcaban sus tierras, se
decían que muchos de ellos estaban escondiéndose en las cuevas de propiedades
de algunos de la realeza, apoyados por ellos, pero ese no era el caso del conde
de Tubal, ni el de su esposa, habían jurado que de tener la oportunidad
entregarían a la justicia a los caballeros que pudieran capturar pisando sus
tierras.
Y habían llegado, cabalgando exhaustos,
ocultándose de aquellos que antes habían sido sus amigos o protegidos por ellos,
ahora los buscaban para someterlos a crueles torturas y quemarlos en la
hoguera, acusados de herejía y cultos a Bafometh.
Teresa como buena católica,
había escrito una carta anteriormente a un caballero que había solicitado su
discreción y favor para que dos días después un grupo de seis caballeros cruzaran sus tierras a medianoche,
todo en una absoluta discreción y Teresa así lo había prometido, pero en la
oscuridad de la noche donde las traiciones tejen sus telarañas, habían sido
capturados los seis caballeros templarios, golpeados y atados como ganado,
esperaban la luz del amanecer para ser trasportados ante la Iglesia y su
Santidad donde luego de un intenso interrogatorio serian hallados culpables de
herejía y quemados en la hoguera.
Pero con los prisioneros, Teresa había querido ser
hospitalaria y aunque aún escuchaba roncar a su marido, llevo ocultando con el
fondo de su vestido una olla con una sopa que había hecho la noche anterior.
Subió la colina hasta llegar
al granero y un guardia de su majestad estaba
a la puerta, ella profirió un ruego a la bondad de los buenos cristianos
que eran y que no tenían por qué ser tan crueles con los prisioneros, pero esa
no era toda la verdad, había escuchado que su esposo había nombrado el nombre
de Philip de la Cruz Montalván, como uno de los caballeros capturados, y el
corazón le había saltado y no había podido pegar ni un solo ojo ni una pisca de
tiempo durante todo la noche.
El guardia la dejo pasar, y
la vista se le desgarro a Teresa al ver a seis hombres arrimados como costales,
muchos de ellos con sangre sobre la piel y la boca y más allá en la esquina apoyado
sobre un costal de heno, descansaba sin mirarla Philip, y el corazón le dio el
mismo vuelco que le había dado hace más de veinte años atrás; tuvo que hacer un
gran esfuerzo por no soltar la olla de sopa y correr a abrazarlo, podía sentir
los ojos del guardia en su nuca, no podía delatarse, aun no.
Sirvió sopa en cuencos y fue pasando
de prisionero en prisionero y poniendo
el plato en sus labios hasta que algunos un poco consientes daban pequeños
sorbos, otros simplemente ya esperaban la muerte y no recibieron el alimento, y
cuando llego donde estaba Philip, el corazón se le cayó en el fondo del estómago
vacío, y se quedó resonando como una lata arrojada en lo profundo, dando golpes
ruidosos y sordos; él tenía los ojos cerrados, ella quiso decirle “míreme”,
pero no se atrevió a mover ni siquiera los labios. Le acaricio y con el vuelo
de su vestido, le limpio la sangre seca que tenía por la frente y la mejilla,
le llevo el cuenco de sopa hasta los labios, él quiso rechazar el líquido, y
entonces la vio. Y todo el peso de los años solitarios y alejados que había
pasado, parecían huecos y vacíos y un tanto lejanos.
Los ojos de Philip le guiaron
hasta una de sus piernas que estaba oculta tras su propio manto, la tenía
desgarrada, y Teresa tubo que ahogar un fiero grito en su garganta, ella quiso
decirle miles de cosas, pero solo había tiempo y espacio para miradas llenas de
todo y nada a la vez, para silencios que
gritaban todos los sonidos de amor y desolación, de entrega y perdida de vida y
muerte, de dolor y gozo.
Por un momento Teresa dejo de
pensar en todo lo que había a su alrededor, dejo de pensar en el Conde de Tubal
que se preguntaría dónde estaría y que de enterarse de esto, la golpearía y
tendría sexo violento con ella esa noche, pensó en todas las veces que había
querido que Philip tocara su cuerpo y cubriera sus piernas y senos de besos y
caricias, pensó en todo el amor que había tenido para él y que nunca se lo
había entregado y en que al cabo nunca se lo entregaría, esos pensamientos
fueron sustituidos por otros más fieros y desgarradores, sabía que Philip seria
cruelmente torturado en cuanto vinieran por él, y que lo vería arder hasta convertirse
en cenizas en la hoguera y por milésimas de segundo supo que era lo que tenía
que hacer, aunque callo, siempre
callaba, si él había adorado al diablo, o a un gato, no le interesaba
ya.
- Mátame – le dijo el cómo
leyendo el pensamiento, como si todo la película de pensamientos que
había tenido Teresa en el último segundo Philip había estado viéndolo también –
tienes que matarme – dijo otra vez, haciendo hincapié en su determinación –
A Teresa los ojos se le
bañaron en lágrimas aunque no dejo correr ninguna por su mejilla.
Los rayos del alba empezaban
a filtrarse por el techo, y algunos de ellos tocaban las pupilas de Philip, y Teresa
pudo verse reflejada en sus ojos marrones, como lo hizo aquella vez cuando
Philip solo era un muchacho huérfano muerto de hambre.
El guardia de su majestad
entro en el granero y con voz estridente ordeno a la Condesa de Tubal que ya
era hora de retirarse, que los oficiales de su Santidad venían por los
prisioneros, y Teresa solo pudo pensar en que él era el enemigo.
Había una hoz no tan lejos de
ella, en un giro que el guardia no vio venir, la sangre pinto su uniforme antes
de caer ante la mirada atónita de algunos caballeros templarios que habían
observado la escena.
– Ahora Teresa, ¡Mátame! – dijo Philip, su voz rompiendo todos los
silencios –
– Philip no podre –
–Sabes que soy inocente de lo que se me acusa, todos aquí lo
somos, Teresa mátame ahora, van a torturarme.
- Philip no sé – Teresa
quería decir que estaba en shock por ver la sangre del oficial que había comido
en su casa más veces de las que podía enumerar, que había tenido en sus brazos
al hijo de este y que ahora él yacía muerto por ella. Quería decirle que en ese
momento no podía mover ni un musculo, pero siempre el sonido de los cascos de
caballos acercándose, la volvió al presente, al trágico presente –
-
¿Cómo? – dijo una voz queda que salía de la boca de Teresa –
- Con la espada del guardia será más fácil. Tienes que hacerlo
Teresa, por algo he caído en tus manos, ponle fin a mi sufrimiento – Teresa vio
los ojos de Philip y quiso decirle que ella había ayudado a tenderles esta
emboscada, quería decirle en palabras más directas que ella le había
traicionado, pero no se atrevió.
Los demás caballeros
comenzaron a pedir a Teresa que los matase, y en solos segundos Teresa tenia a
seis hombres que imploraban el frio toque de la espada que les traería consuelo
al destino tan cruel que los esperaba y se
acercaba a cada momento.
Imploraban a Teresa, que
nunca había matado ni siquiera una gallina, ni matado una mariposa cuando estas
entraban en su cocina. Que había matado al guardia movida más por el miedo y la
impaciencia, que solo había querido noquearlo mas no degollarlo.
Teresa, empuño la espada, no
le quedaba ya más tiempo, contaba solo con los pocos minutos que les demoraría
llegar a los guardias de su Santidad hasta lo alto de la colina y entrar al
granero.
- Si existe un cielo, sé que no estaré ahí mi Philip, no más – dijo
Teresa, viéndole a los ojos – pero si pudiera repetir mi vida, yo te amaría
también en ella – sentencio, a la par que ensartaba el corazón de Philip en la
espada.
Meses después cuando la
condesa Lady María Teresa de Tubal tuvo
que pararse frente a su Santidad, para escuchar su sentencia, por haber matado
a seis prisioneros acusados de herejía, más la muerte de un guardia imperial;
se le acuso de locura y fue sentenciada a pasar cinco años en la cárcel. A
Teresa casi le supo a gloria su castigo, eso significaba para ella, que no volvería
a la mansión otra vez para ser abusada sexualmente por su marido. Hubiera reído
en frente de su Santidad, si no hubiera estado actuando como una mujer que ha
perdido la cordura, mirándose los dedos y mirando a las paredes sin enfocar la
mirada en nada en particular.
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